miércoles, 17 de junio de 2020

Coronavirus


Coronavirus: ¿Habrá una segunda oleada de Covid-19 en otoño?



En octubre de 2019 un nuevo agente infeccioso vírico perteneciente a la familia Coronaviridae estuvo circulando por la provincia asiática de Hubei. En enero del 2020, la OMS empezó a recibir información más detallada de la Comisión Nacional de Salud sobre un nuevo brote epidémico encendido desde un mercado húmedo –pescados y mariscos– de Wuhan, mercado que ya había sido cerrado preventivamente el 1 de enero. El día 12 de enero China informa de la secuencia genética del agente infeccioso, un betacoronavirus parecido, pero lo suficientemente distinto, al virus del SARS que 20 años atrás provocó una epidemia que puso en alerta a todos los centros de vigilancia epidemiológica mundiales causando cerca de 1.000 muertos. A partir de aquí, la tormenta de información –contrastada o no; desinteresada o no– se sucede vertiginosamente, provocando una singularidad en la historia de la humanidad no solo en cuanto a las consecuencias sociales que el virus ha generado, sino también en la forma de comunicación en un mundo globalizado y tecnológicamente conectado en tiempo real.

El SARS del 2003 –SARS-CoV-1–, era un virus 10 veces más letal que el actual SARS-CoV-2 o virus de la COVID-19 (enfermedad por coronavirus del 2019). Se transmitía entre humanos principalmente tras manifestarse los síntomas provocando un Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS en inglés). Era un virus respiratorio con cerca de un 10% de letalidad. En aquel momento, toda la humanidad contuvo la respiración esperando que la pandemia no se hiciera global. Curiosamente, tras producir casos aislados en varias decenas de países, a finales del verano del 2003, el virus, como vino, se fue. 


El SARS-CoV-2 parecía seguir razonablemente los pasos de su antecesor: virus respiratorio surgido desde un precursor vírico de murciélago con algún intermediario mamífero previo al hombre –todavía por caracterizar–, cuadros de distrés respiratorio con neumonía bilateral, una mortalidad principalmente cebada sobre la población mayor de 70 años más baja que su predecesor y alteraciones de la respuesta inmune claramente implicada en la sintomatología más grave. Hasta principios de abril los datos científicos no permitieron constatar una profunda y fundamental diferencia entre ambos SARS virus: el de la COVID-19 se transmitía eficientemente de forma asintomática. Era imposible, por lo tanto, llevar a cabo la trazabilidad del virus una vez libre entre la población. Estamos hablando de comienzos de abril, semanas después de haberse decretado la alarma sanitaria de prácticamente toda Europa.

Varios meses más tarde, además, se pudo observar que el SARS-CoV-2 prefiere una diseminación grupal desde supercontagiadores y en espacios cerrados. Quizás no sea únicamente por esto, pero pensando que la transmisión del virus se producía una vez presentados los síntomas, la OMS, y la mayoría de los gobiernos occidentales, no recomendaban el uso de las mascarillas para toda la población, sino solo para personal expuesto, sanitario o fuerzas de seguridad, enfermos y sus familiares.

Se sabe que tanto Italia como España recibieron al virus desde distintos frentes –cerca de 15 puntos de entrada diferentes se piensa que tuvimos en nuestro país–. Recibimos el primer golpe del coronavirus en Europa. A otros países el virus llegó más tarde, como Portugal. Otros países, como Alemania, mostraron una capacidad técnica y sanitaria, con casi el triple de camas hospitalarias que nosotros, sin comparación posible. Sin embargo, también nos encontramos con singularidades como la de Grecia o Croacia. 


Haciendo un concienzudo ejercicio de síntesis, la proliferación de artículos científicos sobre la COVID-19 no ha tenido parangón en ningún momento anterior de la historia de la humanidad: cerca de 8.000 artículos solo haciendo una búsqueda bibliográfica en el portal científico PubMed por SARS-CoV-2. Todavía desconocíamos la transmisión asintomática del virus, pero ya constatamos que el receptor celular era el mismo que para el SARS-1, la convertasa para angiotensina 2, ACE-2.

Además, y aquí podría estar una de las claves del éxito de este patógeno, se vieron unas mutaciones puntuales que hacían más eficiente la entrada viral en el interior celular a través de un mecanismo proteolítico de la proteína S –la famosa espícula del virus– mediada por furinas. Esto, junto a la diferencia filogenética entre el virus más parecido de murciélago, el RaTG13, y el ya humano SARS-CoV-2, echaba por tierra, por mucho que le pese a Trump, la teoría conspiranoica de un virus creado intencionadamente por el hombre o, en el mejor de los casos, una fuga accidental del virus de murciélago desde un laboratorio de máxima seguridad virológica de Wuhan. También se habló mucho de la variabilidad de este coronavirus pandémico. Aunque se trata de un virus de ARN, un mecanismo exclusivo mediado por exonucleasas de unas pocas familias virales semejantes al SARS-CoV hace que el virus mute poco –aunque muta–. A lo largo de los últimos 3 meses se han secuenciado diversas variantes virales, pero, al parecer, ninguna ha supuesto un cambio significativo de virulencia. Recientemente se ha sugerido que el virus sí estaría perdiendo agresividad –constatado también por algunos médicos–. Puede que sea cierto. De hecho, lo normal es que el virus evolucione para alcanzar una máxima efectividad de diseminación y una menor agresividad en el hospedador, pero, también a día de hoy, no hay datos experimentales concluyentes más allá de unas observaciones empíricas o unos primeros ensayos en cultivos celulares.


Poco a poco, el virus ha ido mostrando un abanico sintomatológico ciertamente preocupante desde los primeros cuadros descritos de disnea, tos seca y fiebre, el virus puede manifestarse desde el cerebro –con cefaleas o, raramente, encefalitis– hasta el dedo gordo del pie: neumonía bilateral, fibrosis pulmonar, microtrombosis, eczemas o síndromes ciertamente desconcertantes en niños como el de Kawasaki. En el 80% de los infectados la sintomatología es inexistente o leve. En torno al 5% requiere cuidados especiales.

Numerosos tratamientos y contratratamientos se han ido sucediendo, se han ensayado, solos o combinados, diferentes medicamentos utilizados en otras patologías, como antivirales, antibacterianos, antimaláricos, antitumorales o antiinflamatorios, como la hidroxicloroquina y el antiviral Remdesivir. El Remdesivir, inhibidor de la polimerasa viral que ya fue ensayado contra el ébola, acaba de recuperar su potencial terapéutico tras los datos moderadamente optimistas presentados en la revista The New England Journal of Medicine


Cerca de un centenar de proyectos están en marcha. Entre los más avanzados habría que mencionar uno estadounidense con una vacuna basada en ARN, otro del Instituto de Jenner, en Oxford, o del Instituto de Biotecnología de Pekin, estos últimos con vacunas recombinantes con base en un adenovirus, o el proyecto del Centro Nacional de Biotecnología con el virus recombinante vaccinia. Todas estas vacunas apuntan a la generación de respuesta inmunológica, seguramente humoral, contra la proteína viral S, la famosa corona insertada en la envuelta lipídica que recubre al virus. Estudios preliminares apuntan a que las personas que hayan pasado algún catarro por coronavirus –hay hasta cuatro especies pandémicas de coronavirus catarrales, dos de ellas del mismo género que el SARS-CoV-2– podrían mostrar algún tipo de protección frente al nuevo y temido coronavirus pandémico. Por otra parte, desde el Instituto de Virología de Wuhan están desarrollando una vacuna distinta, basada en un coronavirus inactivado –algo parecido a la primera vacuna contra la poliomielitis que se desarrolló en 1957–. El proyecto del grupo de Luis Enjuanes, también en el CNB, para conseguir un virus SARS-CoV-2 atenuado, sin los genes de virulencia, capaz, al menos a priori, de inducir la respuesta inmune protectora más parecida a la que generaría la propia infección con el patógeno.




Canción: El coronavirus. Covid 19