Coronavirus: ¿Habrá una segunda oleada de Covid-19 en otoño?
En
octubre de 2019 un nuevo agente infeccioso vírico perteneciente a la familia Coronaviridae
estuvo circulando por la provincia asiática de Hubei. En enero del 2020, la OMS
empezó a recibir información más detallada de la Comisión Nacional de Salud
sobre un nuevo brote epidémico encendido desde un mercado húmedo –pescados y
mariscos– de Wuhan, mercado que ya había sido cerrado preventivamente el 1 de
enero. El día 12 de enero China informa de la secuencia genética del agente
infeccioso, un betacoronavirus parecido, pero lo suficientemente distinto, al
virus del SARS que 20
años atrás provocó una epidemia que puso en alerta a todos los centros de
vigilancia epidemiológica mundiales causando cerca de 1.000 muertos. A partir
de aquí, la tormenta de información –contrastada o no; desinteresada o
no– se sucede vertiginosamente, provocando una singularidad en la historia de
la humanidad no solo en cuanto a las consecuencias sociales que el
virus ha generado, sino también en la forma de comunicación en un mundo
globalizado y tecnológicamente conectado en tiempo real.
El SARS
del 2003 –SARS-CoV-1–, era un virus 10 veces más letal que el actual SARS-CoV-2
o virus de la COVID-19
(enfermedad por coronavirus del 2019). Se transmitía entre humanos
principalmente tras manifestarse los síntomas provocando un Síndrome
Respiratorio Agudo Severo (SARS en inglés). Era un virus respiratorio
con cerca de un 10% de letalidad. En aquel momento, toda la humanidad contuvo
la respiración esperando que la pandemia no se hiciera global. Curiosamente,
tras producir casos aislados en varias decenas de países, a finales del verano
del 2003, el virus, como vino, se fue.
El
SARS-CoV-2 parecía seguir razonablemente los pasos de su antecesor:
virus respiratorio surgido desde un precursor vírico de murciélago con algún
intermediario mamífero previo al hombre –todavía por caracterizar–, cuadros de
distrés respiratorio con neumonía bilateral, una mortalidad principalmente
cebada sobre la población mayor de 70 años más baja que su predecesor y
alteraciones de la respuesta inmune claramente implicada en la sintomatología
más grave. Hasta principios de abril los datos científicos no
permitieron constatar una profunda y fundamental diferencia entre ambos SARS virus:
el de la COVID-19 se transmitía eficientemente de forma asintomática.
Era imposible, por lo tanto, llevar a cabo la trazabilidad del virus una vez
libre entre la población. Estamos hablando de comienzos de abril, semanas
después de haberse decretado la alarma sanitaria de prácticamente toda Europa.
Varios
meses más tarde, además, se pudo observar que el SARS-CoV-2 prefiere
una diseminación grupal desde supercontagiadores y en espacios cerrados. Quizás
no sea únicamente por esto, pero pensando que la transmisión del virus se
producía una vez presentados los síntomas, la OMS, y la mayoría de los gobiernos
occidentales, no recomendaban el uso de las mascarillas para toda la población,
sino solo para personal expuesto, sanitario o fuerzas de seguridad, enfermos y
sus familiares.
Se sabe
que tanto Italia como España recibieron al virus desde distintos frentes –cerca
de 15 puntos de entrada diferentes se piensa que tuvimos en nuestro país–.
Recibimos el primer golpe del coronavirus en Europa. A otros países el
virus llegó más tarde, como Portugal. Otros países, como Alemania, mostraron
una capacidad técnica y sanitaria, con casi el triple de camas hospitalarias
que nosotros, sin comparación posible. Sin embargo, también nos encontramos con
singularidades como la de Grecia o Croacia.
Haciendo
un concienzudo ejercicio de síntesis, la proliferación de artículos
científicos sobre la COVID-19 no ha tenido parangón en ningún momento anterior
de la historia de la humanidad: cerca de 8.000 artículos solo haciendo
una búsqueda bibliográfica en el portal científico PubMed por
SARS-CoV-2. Todavía desconocíamos la transmisión asintomática del virus, pero
ya constatamos que el receptor celular era el mismo que para el SARS-1, la
convertasa para angiotensina 2, ACE-2.
Además, y
aquí podría estar una de las claves del éxito de este patógeno, se vieron unas
mutaciones puntuales que hacían más eficiente la entrada viral en el interior
celular a través de un mecanismo proteolítico de la proteína S –la famosa
espícula del virus– mediada por furinas. Esto, junto a la diferencia
filogenética entre el virus más parecido de murciélago, el RaTG13, y el ya
humano SARS-CoV-2, echaba por tierra, por mucho que le pese a Trump, la
teoría conspiranoica de un virus creado intencionadamente por el hombre o, en
el mejor de los casos, una fuga accidental del virus de murciélago desde un
laboratorio de máxima seguridad virológica de Wuhan. También se habló
mucho de la variabilidad de este coronavirus pandémico. Aunque se trata de un
virus de ARN, un mecanismo exclusivo mediado por exonucleasas de unas pocas
familias virales semejantes al SARS-CoV hace que el virus mute poco –aunque
muta–. A lo largo de los últimos 3 meses se han secuenciado diversas variantes
virales, pero, al parecer, ninguna ha supuesto un cambio significativo de
virulencia. Recientemente se ha sugerido que el virus sí estaría
perdiendo agresividad –constatado también por algunos médicos–. Puede que sea
cierto. De hecho, lo normal es que el virus evolucione para alcanzar una máxima
efectividad de diseminación y una menor agresividad en el hospedador, pero,
también a día de hoy, no hay datos experimentales concluyentes más allá de unas
observaciones empíricas o unos primeros ensayos en cultivos celulares.
Poco a
poco, el virus ha ido mostrando un abanico sintomatológico ciertamente
preocupante desde los primeros cuadros descritos de disnea, tos seca y fiebre, el
virus puede manifestarse desde el cerebro –con cefaleas o, raramente,
encefalitis– hasta el dedo gordo del pie: neumonía bilateral, fibrosis
pulmonar, microtrombosis, eczemas o síndromes ciertamente desconcertantes en
niños como el de Kawasaki. En el 80% de los infectados la sintomatología es inexistente o
leve. En torno al 5% requiere cuidados especiales.
Numerosos
tratamientos y contratratamientos se han ido sucediendo, se han ensayado,
solos o combinados, diferentes medicamentos utilizados en otras
patologías, como antivirales, antibacterianos, antimaláricos, antitumorales o
antiinflamatorios, como la hidroxicloroquina y el antiviral Remdesivir. El
Remdesivir, inhibidor de la polimerasa viral que ya fue ensayado contra el
ébola, acaba de recuperar su potencial terapéutico tras los datos moderadamente
optimistas presentados en la revista The New England Journal of Medicine.
Cerca
de un centenar de proyectos están en marcha. Entre los más avanzados habría que
mencionar uno estadounidense con una vacuna basada en ARN, otro del Instituto
de Jenner, en Oxford, o del Instituto de Biotecnología de Pekin, estos últimos
con vacunas recombinantes con base en un adenovirus, o el proyecto del Centro
Nacional de Biotecnología con el virus recombinante vaccinia. Todas estas vacunas apuntan a la
generación de respuesta inmunológica, seguramente humoral, contra la proteína
viral S, la famosa corona insertada en la envuelta lipídica que recubre al
virus. Estudios preliminares apuntan a que las personas que hayan
pasado algún catarro por coronavirus –hay hasta cuatro especies pandémicas de
coronavirus catarrales, dos de ellas del mismo género que el SARS-CoV-2–
podrían mostrar algún tipo de protección frente al nuevo y temido coronavirus
pandémico. Por otra parte, desde el Instituto de
Virología de Wuhan están desarrollando una vacuna distinta, basada en un
coronavirus inactivado –algo parecido a la primera vacuna contra la
poliomielitis que se desarrolló en 1957–. El proyecto del grupo de Luis Enjuanes,
también en el CNB, para conseguir un virus SARS-CoV-2 atenuado, sin los genes
de virulencia, capaz, al menos a priori, de inducir la respuesta inmune protectora
más parecida a la que generaría la propia infección con el patógeno.
Canción: El coronavirus. Covid 19
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